Principios y metas de este blog.

Ukiyo-e de Gato y Mujeres hermosas, Utamaro
Una historia de la curiosidad

El origen del conocimiento

(del bien y del mal)

(Esta narración está ligeramente basada en la lectura de La estatua de Prometeo de Calderón de la Barca y el mito clásico de Hesíodo en la Teogonía y Los trabajos y los días)

¿Cómo podemos comenzar de la forma más genuinamente posible si no es con el comienzo de todas las cosas? Los comienzos suelen ser así de extraños. Dependen de una magia especial para arrancar, haciéndonos ver que no se necesita más explicación que la necesidad de contarnos algo. No hay introducción, prefacio o prólogo que pueda justificar su existencia más que como complemento de lectura.



Lo primero, hagamos un pequeño viaje mental. Tenemos que imaginarnos un tiempo de antes de que el tiempo se contase. Un espacio tiempo donde los asuntos no estaban atados a la sincronía lógica de la Historia (humana, por definición, ya que el tiempo se cuenta para quienes lo narran): este paraíso es el lugar atemporal donde suceden los cuentos del principio de los tiempos.  

Este lugar tiene un topos literario. Lo nombramos con una locución latina, que es in illo tempore. Haciendo una conexión entre el principio de las historias y el principio de nuestra vida, nuestra experiencia infantil, recordemos cómo comenzaban las historias que de pequeñas nos contaban, sin darnos más explicaciones que diciéndonos: érase una vez. Ambas cosas se refieren al mismo estado de ensoñación genealógica, donde la concreción no juega ningún papel, porque espanta la modorra e instala el desengaño. Algo que por ahora no nos interesa invocar…

Así que manos a la obra:
Érase una vez el comienzo del Mundo.

Por entonces, la Tierra era un espacio sin final de una bondad infinita, un paraíso sin alambradas. En la Tierra habitaban en armonía todos los seres vivos, los animales, los monstruos, los sueños y los dioses. El tiempo era eterno y estable. Sin ninguna memoria que perturbarse su existencia. Era el mundo primitivo donde los hombres eran de la misma condición que las bestias.

Nada les ocurría más que la existencia apacible de quienes se pasan la vida eterna comiendo maná y bebiendo ambrosía.

Desde nuestra mortal, y nada humilde, humanidad, suponemos una existencia con una quietud perturbadora, que de alguna manera encontrase cierto malestar en ese estar, perenne y perpetuo, que no puede dejar de estar nunca. (Una quietud que inquieta es un oxímoron perfecto para intentar definir cómo se puede estar en un mundo perfecto desde la posición de un ser imperfecto). La inmortalidad atenta contra nuestro sentido común, ya que tiende al infinito del tiempo. Que, aunque tenemos falta de experiencia en los infinitos -los límites de la mortalidad son así- algo nos hace suponer que deben ser cansinos. Tal vez, si tuviésemos la oportunidad de hablar con estos seres llamados humanos, poco tendrían que ver con nosotros. Si hacemos un esfuerzo por pensarlos, rodeados de infinitud, mas se parecen a un rebaño de apacibles vacas que a humanos. Tal vez ni tuviesen lenguaje. Para qué, qué tendrían que comunicarse si todas las necesidades estaban cubiertas y todos los problemas eran inexistentes.

En esta Tierra dichosa había hombres, pero sin mujeres. No existía la humanidad, solo una mitad que aun no se sabe incompleta. Hombres que, como hemos dicho, vivían como los animales, y con los animales. Indiferenciados, si no fuese por su tierna desnudez. Eran unos animales muy torpes e indefensos, con una piel que desde el principio de los tiempos resultó patética, ya que dejaba ver toda la delicadeza de aquella criatura al aire. Estos hombres vivían sin ningún don para sobrevivir por sí mismos. Como animales que eran, no tenían conciencia de su existencia, solo acceso al conocimiento de sus apetitos. La capacidad de satisfacerlos les venía por vivir en aquel jardín sin vallas. No sufrían, ni pasaban hambre, ni sabían lo que era el dolor. Se paseaban atontados por la Tierra, sin buscar ni esperar nada. En una eternidad desidiosa pero sin conciencia de serlo.

Son estos seres los que en la mirada levantaron la ternura de uno de los inmortales, el titán Prometeo. Tal vez se debiese a su imagen semejante a los dioses. Andaban con dos piernas y tenían dos brazos, como ellos. El reflejo es la reacción previa del cariño. En cambio, eran pequeños y frágiles. Puede que fuese aquella manera torpe de andar, como si en vez de brazos portasen malformaciones que les salían de los hombros lo que le llamó la atención a Prometeo, titan bastante despierto. Se quedaban colgadas a la altura de sus caderas, sin ninguna utilidad. Pobres manos, ignorantes de toda técnica. Se preguntaba el titán “¿cómo podía ser que hubiesen sido dotados de semejantes órganos y luego no supiesen qué hacer con ellos? Si al menos se les comunicase el arte de la técnica, si supiesen crear aparatos, pensar más allá del momento presente… Dejar de ser animales y aspirar a algo más”.

Prometeo será el culpable de la creación de esa maldita condición que es la de ser humano, que anda entre los animales y los dioses gracias a su aspiraciones técnicas. Pero ¿cómo sucedió esto?

Para que fuesen capaces de aspirar a algo más, alguien debía de comunicarles el conocimiento de crear. A esos seres no se les iba a ocurrir nada desde cero. Solo hacía falta mirarlos, andando por ahí, con los brazos colgando, hacia ningún lugar, con los pies combados de estar descalzos, con la piel áspera y quemada pese a las temperaturas eternamente primaverales del paraíso. Y encima, sin dolor, nada les hacía ser conscientes de su existencia ignorante, y, por tanto, desgraciada. El conocimiento era algo reservado a los dioses, a quienes dominan el orden del cosmos. Los demás seres, se dejan ser... No tienen capacidad de dominio de su existencia.

Prometeo, el que piensa con previsión (que es lo que literalmente significa su nombre), era un titán astuto e inteligente. Tal vez por eso se atrevió a pervertir el orden que los dioses habían creado y les enseñó a los humanos el fuego y las técnicas que vienen con él: el arte de forjar herramientas. Él se justificaba diciendo que no podía ser que aquel ser creado con apariencia de dios fuese tan indefenso. “¿Para qué si no las manos, libres al andar bípedos, con esos pulgares oponibles y esos dedos tan finos? ¿Acaso no deberían de usarlas, como hace Hefesto en su forja o Apolo con su lira?” 

Esta pregunta no es retórica. Para la mirada de Prometeo, el primer hijo pródigo de la dinastía de los inmortales, el orden del mundo de los dioses no era justo. Había que imaginar una nueva manera de preservar en la Tierra otras formas de vida. En la base, el hastío es la experiencia originaria de la que nace la argucia y el ingenio para conseguir lo que está más allá del equilibrio y la armonía de lo dispuesto por los dioses.

Pero no era suficiente. No tenían capacidad creativa. No sabían para qué forjar herramientas, no tenían imaginación. Es como si les faltase la creatividad de base ¿Dónde se encontraba semejante don? Los hombres no creaban vida, como los otros animales. Les faltaba un reverso.


El origen del mundo, Pintura de Gustave Courbet. 
Censura de Blas de Barrio Sesamo.


El origen del mundo empieza con una revolución: la creación de la mujer, Pandora. La primera mujer, el reverso creativo del hombre, aquella que tiene el don de crear. A partir de aquí, ya podremos hablar de humanidad.

Fue modelada con barro por el mismo Prometeo, siendo al principio una estatua. Pero le quedó tan hermosa que los dioses le concedieron vida para que el titán pudiera convertirla en su esposa. Le fue concedida una espectacular belleza e inteligencia, como hasta ahora ninguno de los de su especie había tenido. La belleza, un maldito don para quien la tiene, hace que los demás quieran poseerla a través del ser que la porta.

Sería la primera mujer de la Tierra, inspirada en la fragilidad de los hombres, pero con todas las bendiciones de los inmortales.

Y así, Prometeo se ganó la ira de Zeus, el padre de los dioses.

Los dioses griegos, a diferencia del Dios todopoderoso del Libro, no son omnipresentes. Están cuando están, lo sepa uno o no, pero no siempre. El padre de los dioses estuvo todo este tiempo que Prometeo construyo una relación con los hombres distraído, tal vez mirando las vueltas perfectas que daba el Cosmos, algo que debía resultar más entretenido que observar la imperturbable tranquilidad de la Tierra. Desde que había impuesto el orden tras Urano, hasta él mismo estaba algo aburrido.

De vuelta ya su atención divina a la Tierra, a Zeus no le hizo gracia que los hombres hubiesen aprendido a dominar el fuego y sus técnicas ¿qué se creían semejantes animales, jugando con las técnicas de Hefesto? Tampoco le hacía gracia que la primera mujer estuviese tan cercana a los del Olimpo, rodeada de todas las atenciones de los demás dioses. Los dioses griegos también encarnan sentimientos, altos, como la emoción ante la música de Apolo y bajos e infantiles, como la envidia infinita por falta de atención de Zeus.

Semejante especie era un peligro para el orden impuesto. Como padre absoluto de aquella realidad, no podía hacerse cargo de unos seres que estuviesen en condiciones de cuestionar la disposición de su Cosmos. Porque ya se sabía cómo se empezaba, al principio les bastaba con dominar el fuego para hacer figuritas de hierro y cobre, pero acabarían queriendo asaltar los cielos para no tener que obedecer a nadie más que a ellos mismos. “Que la libertad de los hijos es muy traicionera con los padres”, se decía él mismo, parricida a su vez. El padre de Zeus, Cronos, mató a su padre Urano, y Zeus hizo lo mismo con su padre. Los parricidios, como vemos, eran algo tradicional en aquellos tiempos lejanos. No salía a cuenta dejar que aquella especie floreciese

¿Era preferible el perpetuo aburrimiento? Y aquí es cuando Zeus se las ingenia para hacer una apuesta divina. Dejará florecer la especie, sí. Pero semejante cambio no será gratuito.

El patriarcado es así, no tolera desórdenes en la jerarquía. La mera desobediencia al Padre superior señala lo frágil que es su imposibilidad de convencer. Y esto, denota algo peor, a saber, la debilidad del que se cree más fuerte por ser la cúspide del orden jerárquico. Porque estar arriba no significa ser el que tiene el poder, pese a que sea una confusión muy lógica. Su debilidad en cualquier ámbito le recuerda que su victoria no podrá ser plena. Por eso los egos grandes son tan frágiles: dentro de ellos resuena el eco de la debilidad. Pero si algo se tiene reservado el padre, es el poder del castigo. Y así fue como reprimió la transgresión del rebelde Prometeo:

-Al hijo pródigo: le encadenaron a una roca, donde cada noche venía un águila le que comía el hígado, que luego le volvía a crecer durante el día. Supongo que después de semejante sentencia, el titan dejó de preguntarse por la utilidad de los órganos, como antes hizo con las manos de los hombres (aunque no dudamos de que sería un férreo defensor de la selección natural frente al diseño inteligente).

-A la especie humana: trajo al Cosmos una limitación con la que nunca podrían asaltar los cielos: el conocimiento, que nace de la particularidad de complementar el bien con su contrario, el mal. El mundo dejó de ser un paraíso para ser un complejo espacio donde cabía una cosa y su contraria.

¿Cómo vino el conocimiento a la tierra? Clausurando el paraíso. Esta es la historia:

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